REPORTAJE: LOS CRÍMENES QUE CAMBIARON MADRID
¿Dónde están las pistas si no hay cabeza?
La Escuela de Medicina Legal conserva informes de casos complicados, como el del industrial decapitado en 1929
El cajón apestaba. Llevaba ya cinco meses en el depósito de la estación de Mediodía (hoy Atocha), donde había llegado desde Barcelona: "Maquinaria, 82 kilos". El 1 de mayo de 1929 ya no pudieron más con el hedor y metieron la palanca. Dentro había un hombre descuartizado y sin cabeza.
"La identificación era complicada, y por eso nos pidieron ayuda", dice en su despacho de la Complutense el doctor José Antonio Sánchez, director de la Escuela de Medicina Legal. En sus manos tiene el informe que firmó hace exactamente 80 años su antecesor. Es el informe número cinco de esta institución, creada el mismo año del crimen. Una veintena de páginas que esclarecen incógnitas como que la cabeza fue cortada tras la muerte o que los pelos que el cadáver sujetaba en su mano agarrotada pertenecían a un hombre joven que había visitado la peluquería hacía dos días.
Las pesquisas policiales averiguaron luego que eran de Ricardito Fernández, el criado de Pablo Casado, la víctima. Ricardito acabó confesando el asesinato de este industrial afincado en Barcelona, que según El Caso "había tenido varias novias, pero tenía amistades extrañas y se pintaba los labios". Un crimen pasional y de clase que horrorizó al público de la época y fascinó a los forenses, porque aquel cuerpo que se pudrió cinco meses en un depósito de Atocha era "un muerto chungo", un reto.
"Lo que necesitamos para avanzar en nuestra ciencia son muertos chungos", explica la doctora Mar Robledo, coordinadora técnica del Museo de Antropología médico-forense, paleopatología y criminalística de la Escuela de Medicina Legal. Tras tan largo nombre se esconde un pequeño museo universitario que este equipo, junto a la directora del departamento, María José Anadón, ha pasado cuatro años poniendo al día. Están a punto de abrir, a falta de colocar los carteles y la iluminación. A media luz, el contenido de las vitrinas resulta aún más inquietante: cráneos, instrumental forense, pinchos carcelarios, objetos curiosos (un libro con el hueco recortado para esconder una pistola bolígrafo)... "Estas pobres estaban en un rincón criando bichos", dice el doctor Sánchez señalando una docena de alucinantes momias andinas -"como las que salían en Tintín", según Robledo-, que descansan ahora en vitrinas con control de humedad. "La colección arrancó en los ochenta, pero se había convertido en un almacén con piezas importantes", dice Robledo, "no había un concepto museístico". Tampoco subvenciones. Parte de sus fondos irán al museo del crimen del futuro Campus de Justicia de Valdebebas.
"La antropología forense es una ciencia poco conocida y mal entendida. Este museo sirve para aclarar lo que hacemos", dice Robledo. Para el lego, el único referente de lo que hacen es la serie Bones. Un antropólogo forense es un forense de los huesos. "Nos llaman cuando un cadáver no tiene partes blandas que den información", dice Robledo. Es decir, sus pacientes son carbonizados, putrefactos, esqueletos, momificados... Ésta es la gente que rasca donde no hay mucho que rascar. Aunque la escuela ya no recibe directamente casos judiciales, muchos forenses les piden ayuda en identificaciones complicadas, como la del decapitado de 1929.
En la sala de tanatopraxia, donde Robledo imparte clase a sus alumnos (muchos policías científicos y guardias civiles), se aprenden cosas innecesarias para ser feliz, como que para esqueletizar un cadáver hay que "hacer un caldito cocinándolo horas". "Para descarnarlo usamos tecnología punta", dice la doctora señalando irónica unos cepillos de uñas. Este laboratorio no se parece en nada a los de CSI. Es una salita estrecha, con desconchones en el techo y una gran bañera al fondo para cocer muertos. Lo que queda al final del proceso es la esencia de lo que somos, un puñado de huesos. En la osteoteca, "la biblioteca de huesos", se puede comprobar que un individuo cabe en una caja de zapatos, apenas pesa un kilo y medio y ya no huele. Nada que ver con los 82 kilos de carne verdusca que encontraron en un cajón de Atocha. Los restos de aquella víctima pasaron por aquí, pero llevan décadas enterrados. Salvo la cabeza. Ricardito no la mandó a Madrid, la tiró al puerto de Barcelona antes de consignar el cadáver de su amante.
Autor: PATRICIA GOSÁLVEZ
Fuente: El País
Fecha: 27/04/2009
¿Dónde están las pistas si no hay cabeza?
La Escuela de Medicina Legal conserva informes de casos complicados, como el del industrial decapitado en 1929
El cajón apestaba. Llevaba ya cinco meses en el depósito de la estación de Mediodía (hoy Atocha), donde había llegado desde Barcelona: "Maquinaria, 82 kilos". El 1 de mayo de 1929 ya no pudieron más con el hedor y metieron la palanca. Dentro había un hombre descuartizado y sin cabeza.
"La identificación era complicada, y por eso nos pidieron ayuda", dice en su despacho de la Complutense el doctor José Antonio Sánchez, director de la Escuela de Medicina Legal. En sus manos tiene el informe que firmó hace exactamente 80 años su antecesor. Es el informe número cinco de esta institución, creada el mismo año del crimen. Una veintena de páginas que esclarecen incógnitas como que la cabeza fue cortada tras la muerte o que los pelos que el cadáver sujetaba en su mano agarrotada pertenecían a un hombre joven que había visitado la peluquería hacía dos días.
Las pesquisas policiales averiguaron luego que eran de Ricardito Fernández, el criado de Pablo Casado, la víctima. Ricardito acabó confesando el asesinato de este industrial afincado en Barcelona, que según El Caso "había tenido varias novias, pero tenía amistades extrañas y se pintaba los labios". Un crimen pasional y de clase que horrorizó al público de la época y fascinó a los forenses, porque aquel cuerpo que se pudrió cinco meses en un depósito de Atocha era "un muerto chungo", un reto.
"Lo que necesitamos para avanzar en nuestra ciencia son muertos chungos", explica la doctora Mar Robledo, coordinadora técnica del Museo de Antropología médico-forense, paleopatología y criminalística de la Escuela de Medicina Legal. Tras tan largo nombre se esconde un pequeño museo universitario que este equipo, junto a la directora del departamento, María José Anadón, ha pasado cuatro años poniendo al día. Están a punto de abrir, a falta de colocar los carteles y la iluminación. A media luz, el contenido de las vitrinas resulta aún más inquietante: cráneos, instrumental forense, pinchos carcelarios, objetos curiosos (un libro con el hueco recortado para esconder una pistola bolígrafo)... "Estas pobres estaban en un rincón criando bichos", dice el doctor Sánchez señalando una docena de alucinantes momias andinas -"como las que salían en Tintín", según Robledo-, que descansan ahora en vitrinas con control de humedad. "La colección arrancó en los ochenta, pero se había convertido en un almacén con piezas importantes", dice Robledo, "no había un concepto museístico". Tampoco subvenciones. Parte de sus fondos irán al museo del crimen del futuro Campus de Justicia de Valdebebas.
"La antropología forense es una ciencia poco conocida y mal entendida. Este museo sirve para aclarar lo que hacemos", dice Robledo. Para el lego, el único referente de lo que hacen es la serie Bones. Un antropólogo forense es un forense de los huesos. "Nos llaman cuando un cadáver no tiene partes blandas que den información", dice Robledo. Es decir, sus pacientes son carbonizados, putrefactos, esqueletos, momificados... Ésta es la gente que rasca donde no hay mucho que rascar. Aunque la escuela ya no recibe directamente casos judiciales, muchos forenses les piden ayuda en identificaciones complicadas, como la del decapitado de 1929.
En la sala de tanatopraxia, donde Robledo imparte clase a sus alumnos (muchos policías científicos y guardias civiles), se aprenden cosas innecesarias para ser feliz, como que para esqueletizar un cadáver hay que "hacer un caldito cocinándolo horas". "Para descarnarlo usamos tecnología punta", dice la doctora señalando irónica unos cepillos de uñas. Este laboratorio no se parece en nada a los de CSI. Es una salita estrecha, con desconchones en el techo y una gran bañera al fondo para cocer muertos. Lo que queda al final del proceso es la esencia de lo que somos, un puñado de huesos. En la osteoteca, "la biblioteca de huesos", se puede comprobar que un individuo cabe en una caja de zapatos, apenas pesa un kilo y medio y ya no huele. Nada que ver con los 82 kilos de carne verdusca que encontraron en un cajón de Atocha. Los restos de aquella víctima pasaron por aquí, pero llevan décadas enterrados. Salvo la cabeza. Ricardito no la mandó a Madrid, la tiró al puerto de Barcelona antes de consignar el cadáver de su amante.
Autor: PATRICIA GOSÁLVEZ
Fuente: El País
Fecha: 27/04/2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario