Nadie conoce cuáles eran sus nombres ni el contenido exacto de sus sueños. Lo único que saben los arquéologos, documentalistas y antropólogos forenses es que eran tres: una nena de seis años, un nene de siete y una adolescente de 15 años que, en la misma época en la que Colón llegaba a América, caminaron 1.600 kilómetros durante seis meses para ser sacrificados en la cima de un volcán inactivo.
Y ahí permanecieron en silencio, durante cinco siglos. Hasta que en 1999, el arquéologo estadounidense Johan Reinhard, acompañado por colegas argentinos entre los que se encontraba María Constanza Cerutti, la única arqueóloga mujer de alta montaña en el planeta, los devolvieron al mundo: tras cuatro días de expedición –financiada por la National Geographic Society–, hallaron a 26 metros de la cumbre un sitio de entierro inca, con 180 objetos y tres cuerpos en perfecto estado de conservación. El primero de los niños en resurgir de su silencio fue un chico de siete años. Tenía el pelo corto –y repleto de piojos, como luego los científicos descubrirían–, un adorno de plumas blancas, vestía sandalias, un brazalete de plata, estaba sentado sobre una túnica gris con las piernas flexionadas y su cara estaba sobre las rodillas.
“Fue el descubrimiento de mi vida”, dice Reinhard en el documental Niños momia: sacrificados en Salta, de NatGeo, en el que se dramatiza la odisea de estos chicos, elegidos por su pureza e inocencia, que murieron un verano entre 1480 y 1532, época en la que el imperio incaico se extendía desde Perú al noroeste argentino. Reinhard lo bautizó –sin mucha originalidad– simplemente “El niño”.
Minutos después, la búsqueda continuó con éxito: apareció también a más de un metro y medio de profundidad el segundo cuerpo o la segunda momia –aunque, estrictamente, no hubo ningún proceso químico de momificación–, una adolescente de unos 15 años sentada con las piernas cruzadas, los brazos apoyados sobre el vientre y todo el aspecto de haberse quedado dormida. “La doncella”, como la denominaron, luce trenzas, un vestido marrón y un manto gris con un prendedor de plata. La joven habría sido una “virgen del sol”, una de aquellas mujeres especialmente preparadas para casarse con el Inca o la corte de esta elite o clase dominante –y no una raza o pueblo.
Y, segundos después, la tercera, una nena de seis años con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos, el cráneo intencionalmente modificado –que sugiere su origen noble– y una peculiaridad: estaba completamente carbonizada –con seguridad, alcanzada por un rayo–, por lo que la llamaron, obviamente, “La niña del rayo”. “Los tres son cápsulas en el tiempo, ventanas a una civilización perdida. Nunca dejaremos de aprender de ellos”, subraya la antropóloga forense Angélique Corthals, una de las principales investigadoras abocadas a descifrar este enigma en la montaña y quien consideró desde el vamos, en una especie de CSI histórico, a las momias como parte de una escena del crimen.
Nadie conoce cuáles eran sus nombres ni el contenido exacto de sus sueños. Lo único que saben los arquéologos, documentalistas y antropólogos forenses es que eran tres: una nena de seis años, un nene de siete y una adolescente de 15 años que, en la misma época en la que Colón llegaba a América, caminaron 1.600 kilómetros durante seis meses para ser sacrificados en la cima de un volcán inactivo.
Y ahí permanecieron en silencio, durante cinco siglos. Hasta que en 1999, el arquéologo estadounidense Johan Reinhard, acompañado por colegas argentinos entre los que se encontraba María Constanza Cerutti, la única arqueóloga mujer de alta montaña en el planeta, los devolvieron al mundo: tras cuatro días de expedición –financiada por la National Geographic Society–, hallaron a 26 metros de la cumbre un sitio de entierro inca, con 180 objetos y tres cuerpos en perfecto estado de conservación. El primero de los niños en resurgir de su silencio fue un chico de siete años. Tenía el pelo corto –y repleto de piojos, como luego los científicos descubrirían–, un adorno de plumas blancas, vestía sandalias, un brazalete de plata, estaba sentado sobre una túnica gris con las piernas flexionadas y su cara estaba sobre las rodillas.
“Fue el descubrimiento de mi vida”, dice Reinhard en el documental Niños momia: sacrificados en Salta, de NatGeo, en el que se dramatiza la odisea de estos chicos, elegidos por su pureza e inocencia, que murieron un verano entre 1480 y 1532, época en la que el imperio incaico se extendía desde Perú al noroeste argentino. Reinhard lo bautizó –sin mucha originalidad– simplemente “El niño”.
Minutos después, la búsqueda continuó con éxito: apareció también a más de un metro y medio de profundidad el segundo cuerpo o la segunda momia –aunque, estrictamente, no hubo ningún proceso químico de momificación–, una adolescente de unos 15 años sentada con las piernas cruzadas, los brazos apoyados sobre el vientre y todo el aspecto de haberse quedado dormida. “La doncella”, como la denominaron, luce trenzas, un vestido marrón y un manto gris con un prendedor de plata. La joven habría sido una “virgen del sol”, una de aquellas mujeres especialmente preparadas para casarse con el Inca o la corte de esta elite o clase dominante –y no una raza o pueblo.
Y, segundos después, la tercera, una nena de seis años con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos, el cráneo intencionalmente modificado –que sugiere su origen noble– y una peculiaridad: estaba completamente carbonizada –con seguridad, alcanzada por un rayo–, por lo que la llamaron, obviamente, “La niña del rayo”. “Los tres son cápsulas en el tiempo, ventanas a una civilización perdida. Nunca dejaremos de aprender de ellos”, subraya la antropóloga forense Angélique Corthals, una de las principales investigadoras abocadas a descifrar este enigma en la montaña y quien consideró desde el vamos, en una especie de CSI histórico, a las momias como parte de una escena del crimen.
LA ODISEA. “Es un cuento para dormir que nunca querrá contarles a sus hijos”. El documental comienza con una advertencia y hace hincapié en el misterio. Porque más que certezas alrededor de estos tres chicos que caminaron desde Cuzco, la capital del Imperio incaico en Perú, al volcán –la misma distancia que separa a México de Canadá–, abundan los interrogantes, por ejemplo: ¿Cómo murieron: estrangulados, apuñalados, por un coma inducido luego de ingerir chicha (bebida alcohólica hecha con maíz) o por hipotermia? Nadie se pone de acuerdo.
Corthals no se conforma. Ella quiere respuestas y las busca en el mejor lugar donde puede hacerlo: en los cuerpos. Parte con una ventaja: los tres chicos están tan increíblemente bien conservados –la mayoría de los órganos están intactos– que más que muertos parecen dormidos. La razón de esta preservación se encuentra en la combinación de tres factores: la ceniza, las temperaturas bajo cero y la humedad, que detuvieron el proceso de descomposición.
Igualmente, Corthals advierte: “Estamos luchando contra una bomba del tiempo”. Ocurre que cada segundo que se saca para estudiar a uno de estos chicos-momia del lugar donde ahora duermen, en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta (Maam.org.ar), se corre el riesgo de que comiencen a sentir sus 500 años.
La patóloga aplicó en los “tres durmientes” todo su conocimiento y las técnicas por ella conocidas. Junto a otros investigadores, hizo estudios térmicos, histológicos, morfológicos, espectrométricos, cromatográficos, bacteriológicos. Pero, sobre todo, realizó análisis de ADN extrayendo cabellos con folículo. Así, por ejemplo, descubrieron que en sus últimos meses de vida “La doncella” cambió de dieta. De comer vegetales y papa pasó al maíz y proteínas, menú de la elite inca destinada a fortalecerla. Y también mascó muchas hojas de coca para soportar la altura.
En su cabello, Corthals descubrió una cana, tal vez signo de estrés. Y también se conocieron datos sobre su salud: sufría de sinusitis, de una infección bronquial y de leishmaniasis, una enferemdad zoonótica. Radiografías dentales revelaron que los dos menores rechinaban los dientes, por lo que los investigadores suponen que estaban al tanto de su destino. Pero fue el análisis del líquido en la boca del niño extraído con hisopos lo que más la sorprendió: se trata de sangre con saliva, lo que indica que sufrió heridas internas y que fue asesinado.
MISTERIOS SIN RESOLVER. A diferencia de los crímenes modernos, en esta oportunidad, las muertes no son el único enigma. También cuenta el contexto, además de las condiciones culturales en que las muertes se produjeron: los chicos caminaron con sus madres, animales y otros adultos durante seis meses desde Cuzco a la cima del volcán Llullaillaco, de 6.730 metros de altura.
La ceremonia se conoce como la “Fiesta de la Capacocha” y también se celebraba en el Cuzco durante la conmemoración en honor al Sol, el Inti Raymi. “Consistía en llevar niños a las cumbres de altas montañas, como una manera de comunicarse con los dioses –explica Miguel Xamena, director del Museo de Arqueología de Alta Montaña–. Los 180 objetos que forman parte del ajuar funerario eran regalos para los dioses. Cuando había temas que superaban al emperador inca o problemas como sequías, se realizaban estas ceremonias”.
Los tres sacrificados son tan importantes que se tuvo que desarrollar exclusivamente para ellos un sistema de criopreservación único en el mundo, que reproduce las condiciones dentro de la tumba de volcán. Y allí fueron a parar después de ser bajados del volcán. Cápsulas a -20ºC, con 2% de oxígeno y 98% de nitrógeno, ideadas por el ingeniero Mario Bernaski. Igualmente, en el museo son precavidos: sólo se exhibe una momia por vez durante cuatro meses, mientras las otras dos descansan ocho meses en la oscuridad.
LOS MINIDIOSES. Y siguen los enigmas: pese a lo que se ve en el documental de NatGeo, no hay evidencias que muestren que los tres sacrificios se hayan realizado al mismo tiempo. Podrían haber sido tres viajes, en veranos distintos. Lo que se sabe es que los tres no eran parientes entre sí.
Sin embargo, el asunto más candente ronda alrededor de la palabra “asesinato”. “No fueron asesinados como se lo entiende hoy –remarca Xamena–. Muchos padres ofrecían a sus hijos. Para el ojo moderno estos tres niños son víctimas. Para los incas, eran bendecidos, los niños se volvían dioses por derecho propio. Morían por el bien de su gente”.
Aun así, no se sabe por qué fueron sacrificados, ni por qué ahí. En la religión incaica hay varias pistas: “Era muy similar a la católica –continúa el director del museo–. Ambas son monoteístas. Por eso entró tan fácilmente en América. Tenían dioses secundarios que vivían en las cumbres de las montañas. El volcán, seguramente, se eligió porque su pico siempre se encontraba cubierto por nieve y con seguridad padecían de sequías”.
Curiosamente, ya no tienen muchos conflictos con los pueblos originarios sino con algunos de los visitantes que, luego de ver las momias a 10 centímetros de distancia, se espantan y aseguran que no habría que exhibirlas.
Pero Xamena no les da mucha cabida a estas opiniones, como tampoco a aquellos que reclaman que habría que buscar más niños en las montañas. “Posiblemente haya otros en el volcán. Pero no se sabe. No hace falta seguir buscando. Con estos tres chicos tenemos como para 300 años más de estudio”.
LA NIÑA DEL RAYO
Su edad rondaba los seis años. Está sentada con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos y su rostro en alto. Cuando se la encontró estaba mirando hacia el oeste-suroeste. Un rayo que cayó quemó parte de su rostro, cuello y hombro. Lleva puesto un vestido marrón claro ajustado en la cintura por una faja multicolor, sostenida por un prendedor de plata.
EL NIÑO
Tenía siete años y está sentado con las piernas flexionadas y su rostro apoyado sobre las rodillas. Sus puños están cerrados. Está atado y su ajuar consiste en miniaturas que representan caravanas de llamas conducidas por hombres con finas vestimentas. Sobre su labio se advierten rastros de sangre.
LA DONCELLA
Tenía 15 años. Está sentada, con piernas y manos cruzadas y la cabeza agachada, por lo que parece dormida. Su pelo trenzado le cubre la cara. Desde 1905 se produjeron hallazgos de cuerpos congelados en 14 montañas, seis argentinas, dos chilenas y seis montañas peruanas, de las que se extrajeron un total de 25 cuerpos, 15 de ellos extraídos en los últimos cinco años.
Fuente: Crítica Digital - F. Kukso
Fecha: 22/08/2009
Y ahí permanecieron en silencio, durante cinco siglos. Hasta que en 1999, el arquéologo estadounidense Johan Reinhard, acompañado por colegas argentinos entre los que se encontraba María Constanza Cerutti, la única arqueóloga mujer de alta montaña en el planeta, los devolvieron al mundo: tras cuatro días de expedición –financiada por la National Geographic Society–, hallaron a 26 metros de la cumbre un sitio de entierro inca, con 180 objetos y tres cuerpos en perfecto estado de conservación. El primero de los niños en resurgir de su silencio fue un chico de siete años. Tenía el pelo corto –y repleto de piojos, como luego los científicos descubrirían–, un adorno de plumas blancas, vestía sandalias, un brazalete de plata, estaba sentado sobre una túnica gris con las piernas flexionadas y su cara estaba sobre las rodillas.
“Fue el descubrimiento de mi vida”, dice Reinhard en el documental Niños momia: sacrificados en Salta, de NatGeo, en el que se dramatiza la odisea de estos chicos, elegidos por su pureza e inocencia, que murieron un verano entre 1480 y 1532, época en la que el imperio incaico se extendía desde Perú al noroeste argentino. Reinhard lo bautizó –sin mucha originalidad– simplemente “El niño”.
Minutos después, la búsqueda continuó con éxito: apareció también a más de un metro y medio de profundidad el segundo cuerpo o la segunda momia –aunque, estrictamente, no hubo ningún proceso químico de momificación–, una adolescente de unos 15 años sentada con las piernas cruzadas, los brazos apoyados sobre el vientre y todo el aspecto de haberse quedado dormida. “La doncella”, como la denominaron, luce trenzas, un vestido marrón y un manto gris con un prendedor de plata. La joven habría sido una “virgen del sol”, una de aquellas mujeres especialmente preparadas para casarse con el Inca o la corte de esta elite o clase dominante –y no una raza o pueblo.
Y, segundos después, la tercera, una nena de seis años con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos, el cráneo intencionalmente modificado –que sugiere su origen noble– y una peculiaridad: estaba completamente carbonizada –con seguridad, alcanzada por un rayo–, por lo que la llamaron, obviamente, “La niña del rayo”. “Los tres son cápsulas en el tiempo, ventanas a una civilización perdida. Nunca dejaremos de aprender de ellos”, subraya la antropóloga forense Angélique Corthals, una de las principales investigadoras abocadas a descifrar este enigma en la montaña y quien consideró desde el vamos, en una especie de CSI histórico, a las momias como parte de una escena del crimen.
Nadie conoce cuáles eran sus nombres ni el contenido exacto de sus sueños. Lo único que saben los arquéologos, documentalistas y antropólogos forenses es que eran tres: una nena de seis años, un nene de siete y una adolescente de 15 años que, en la misma época en la que Colón llegaba a América, caminaron 1.600 kilómetros durante seis meses para ser sacrificados en la cima de un volcán inactivo.
Y ahí permanecieron en silencio, durante cinco siglos. Hasta que en 1999, el arquéologo estadounidense Johan Reinhard, acompañado por colegas argentinos entre los que se encontraba María Constanza Cerutti, la única arqueóloga mujer de alta montaña en el planeta, los devolvieron al mundo: tras cuatro días de expedición –financiada por la National Geographic Society–, hallaron a 26 metros de la cumbre un sitio de entierro inca, con 180 objetos y tres cuerpos en perfecto estado de conservación. El primero de los niños en resurgir de su silencio fue un chico de siete años. Tenía el pelo corto –y repleto de piojos, como luego los científicos descubrirían–, un adorno de plumas blancas, vestía sandalias, un brazalete de plata, estaba sentado sobre una túnica gris con las piernas flexionadas y su cara estaba sobre las rodillas.
“Fue el descubrimiento de mi vida”, dice Reinhard en el documental Niños momia: sacrificados en Salta, de NatGeo, en el que se dramatiza la odisea de estos chicos, elegidos por su pureza e inocencia, que murieron un verano entre 1480 y 1532, época en la que el imperio incaico se extendía desde Perú al noroeste argentino. Reinhard lo bautizó –sin mucha originalidad– simplemente “El niño”.
Minutos después, la búsqueda continuó con éxito: apareció también a más de un metro y medio de profundidad el segundo cuerpo o la segunda momia –aunque, estrictamente, no hubo ningún proceso químico de momificación–, una adolescente de unos 15 años sentada con las piernas cruzadas, los brazos apoyados sobre el vientre y todo el aspecto de haberse quedado dormida. “La doncella”, como la denominaron, luce trenzas, un vestido marrón y un manto gris con un prendedor de plata. La joven habría sido una “virgen del sol”, una de aquellas mujeres especialmente preparadas para casarse con el Inca o la corte de esta elite o clase dominante –y no una raza o pueblo.
Y, segundos después, la tercera, una nena de seis años con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos, el cráneo intencionalmente modificado –que sugiere su origen noble– y una peculiaridad: estaba completamente carbonizada –con seguridad, alcanzada por un rayo–, por lo que la llamaron, obviamente, “La niña del rayo”. “Los tres son cápsulas en el tiempo, ventanas a una civilización perdida. Nunca dejaremos de aprender de ellos”, subraya la antropóloga forense Angélique Corthals, una de las principales investigadoras abocadas a descifrar este enigma en la montaña y quien consideró desde el vamos, en una especie de CSI histórico, a las momias como parte de una escena del crimen.
LA ODISEA. “Es un cuento para dormir que nunca querrá contarles a sus hijos”. El documental comienza con una advertencia y hace hincapié en el misterio. Porque más que certezas alrededor de estos tres chicos que caminaron desde Cuzco, la capital del Imperio incaico en Perú, al volcán –la misma distancia que separa a México de Canadá–, abundan los interrogantes, por ejemplo: ¿Cómo murieron: estrangulados, apuñalados, por un coma inducido luego de ingerir chicha (bebida alcohólica hecha con maíz) o por hipotermia? Nadie se pone de acuerdo.
Corthals no se conforma. Ella quiere respuestas y las busca en el mejor lugar donde puede hacerlo: en los cuerpos. Parte con una ventaja: los tres chicos están tan increíblemente bien conservados –la mayoría de los órganos están intactos– que más que muertos parecen dormidos. La razón de esta preservación se encuentra en la combinación de tres factores: la ceniza, las temperaturas bajo cero y la humedad, que detuvieron el proceso de descomposición.
Igualmente, Corthals advierte: “Estamos luchando contra una bomba del tiempo”. Ocurre que cada segundo que se saca para estudiar a uno de estos chicos-momia del lugar donde ahora duermen, en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta (Maam.org.ar), se corre el riesgo de que comiencen a sentir sus 500 años.
La patóloga aplicó en los “tres durmientes” todo su conocimiento y las técnicas por ella conocidas. Junto a otros investigadores, hizo estudios térmicos, histológicos, morfológicos, espectrométricos, cromatográficos, bacteriológicos. Pero, sobre todo, realizó análisis de ADN extrayendo cabellos con folículo. Así, por ejemplo, descubrieron que en sus últimos meses de vida “La doncella” cambió de dieta. De comer vegetales y papa pasó al maíz y proteínas, menú de la elite inca destinada a fortalecerla. Y también mascó muchas hojas de coca para soportar la altura.
En su cabello, Corthals descubrió una cana, tal vez signo de estrés. Y también se conocieron datos sobre su salud: sufría de sinusitis, de una infección bronquial y de leishmaniasis, una enferemdad zoonótica. Radiografías dentales revelaron que los dos menores rechinaban los dientes, por lo que los investigadores suponen que estaban al tanto de su destino. Pero fue el análisis del líquido en la boca del niño extraído con hisopos lo que más la sorprendió: se trata de sangre con saliva, lo que indica que sufrió heridas internas y que fue asesinado.
MISTERIOS SIN RESOLVER. A diferencia de los crímenes modernos, en esta oportunidad, las muertes no son el único enigma. También cuenta el contexto, además de las condiciones culturales en que las muertes se produjeron: los chicos caminaron con sus madres, animales y otros adultos durante seis meses desde Cuzco a la cima del volcán Llullaillaco, de 6.730 metros de altura.
La ceremonia se conoce como la “Fiesta de la Capacocha” y también se celebraba en el Cuzco durante la conmemoración en honor al Sol, el Inti Raymi. “Consistía en llevar niños a las cumbres de altas montañas, como una manera de comunicarse con los dioses –explica Miguel Xamena, director del Museo de Arqueología de Alta Montaña–. Los 180 objetos que forman parte del ajuar funerario eran regalos para los dioses. Cuando había temas que superaban al emperador inca o problemas como sequías, se realizaban estas ceremonias”.
Los tres sacrificados son tan importantes que se tuvo que desarrollar exclusivamente para ellos un sistema de criopreservación único en el mundo, que reproduce las condiciones dentro de la tumba de volcán. Y allí fueron a parar después de ser bajados del volcán. Cápsulas a -20ºC, con 2% de oxígeno y 98% de nitrógeno, ideadas por el ingeniero Mario Bernaski. Igualmente, en el museo son precavidos: sólo se exhibe una momia por vez durante cuatro meses, mientras las otras dos descansan ocho meses en la oscuridad.
LOS MINIDIOSES. Y siguen los enigmas: pese a lo que se ve en el documental de NatGeo, no hay evidencias que muestren que los tres sacrificios se hayan realizado al mismo tiempo. Podrían haber sido tres viajes, en veranos distintos. Lo que se sabe es que los tres no eran parientes entre sí.
Sin embargo, el asunto más candente ronda alrededor de la palabra “asesinato”. “No fueron asesinados como se lo entiende hoy –remarca Xamena–. Muchos padres ofrecían a sus hijos. Para el ojo moderno estos tres niños son víctimas. Para los incas, eran bendecidos, los niños se volvían dioses por derecho propio. Morían por el bien de su gente”.
Aun así, no se sabe por qué fueron sacrificados, ni por qué ahí. En la religión incaica hay varias pistas: “Era muy similar a la católica –continúa el director del museo–. Ambas son monoteístas. Por eso entró tan fácilmente en América. Tenían dioses secundarios que vivían en las cumbres de las montañas. El volcán, seguramente, se eligió porque su pico siempre se encontraba cubierto por nieve y con seguridad padecían de sequías”.
Curiosamente, ya no tienen muchos conflictos con los pueblos originarios sino con algunos de los visitantes que, luego de ver las momias a 10 centímetros de distancia, se espantan y aseguran que no habría que exhibirlas.
Pero Xamena no les da mucha cabida a estas opiniones, como tampoco a aquellos que reclaman que habría que buscar más niños en las montañas. “Posiblemente haya otros en el volcán. Pero no se sabe. No hace falta seguir buscando. Con estos tres chicos tenemos como para 300 años más de estudio”.
LA NIÑA DEL RAYO
Su edad rondaba los seis años. Está sentada con las piernas flexionadas, las manos apoyadas sobre los muslos y su rostro en alto. Cuando se la encontró estaba mirando hacia el oeste-suroeste. Un rayo que cayó quemó parte de su rostro, cuello y hombro. Lleva puesto un vestido marrón claro ajustado en la cintura por una faja multicolor, sostenida por un prendedor de plata.
EL NIÑO
Tenía siete años y está sentado con las piernas flexionadas y su rostro apoyado sobre las rodillas. Sus puños están cerrados. Está atado y su ajuar consiste en miniaturas que representan caravanas de llamas conducidas por hombres con finas vestimentas. Sobre su labio se advierten rastros de sangre.
LA DONCELLA
Tenía 15 años. Está sentada, con piernas y manos cruzadas y la cabeza agachada, por lo que parece dormida. Su pelo trenzado le cubre la cara. Desde 1905 se produjeron hallazgos de cuerpos congelados en 14 montañas, seis argentinas, dos chilenas y seis montañas peruanas, de las que se extrajeron un total de 25 cuerpos, 15 de ellos extraídos en los últimos cinco años.
Fuente: Crítica Digital - F. Kukso
Fecha: 22/08/2009
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