En 1348, una enfermedad desconocida asoló el continente europeo: la peste negra. Su rápida difusión y la ineficacia de los tratamientos médicos sustentaron la creencia de que se trataba de un castigo divino, y se acusó a los judíos de propagarla.
En 1348, una enfermedad desconocida segó cruelmente las vidas de millones de hombres, mujeres y niños; los médicos de la época intentaron combatirla, aunque no sabían nada de ella. En poco más de dos años, una enfermedad desconocida y letal se llevó a la tumba a casi un tercio de la población europea. Ciudades desiertas, campos desolados, cadáveres que se pudrían en las calles, mercados vacíos… El silencio reinaba donde antes había bullicio, el abandono había reemplazado a la compasión y la desconfianza se había instalado en el lugar del afecto porque todos -vecinos, amigos y hasta la propia familia- podían ser la fuente del veneno mortal. En una sociedad como la medieval, en la que la religión lo impregnaba todo, la mayoría de la población achacaba el mal al castigo divino. La relajación de las costumbres o la falta de ejemplaridad de los representantes de la Iglesia eran razones suficientes para haber despertado la ira de Dios; pero el azote divino también podía ser interpretado como una manifestación del anunciado fin del mundo.La creencia popular fue sancionada por el papa Clemente VI: en una bula de 1348, declaró que «Dios estaba castigando a sus gentes con una gran pestilencia».
Los científicos de la época no negaron la intervención divina en la aparición de la epidemia, pero también buscaron sus causas en factores naturales como la conjunción de los astros o los terremotos. Los tratadistas alemanes llegaron a acusar a los judíos de haber envenenado el agua y el aire. Murieron muchos de ellos, asesinados y quemados por cristianos. Semejantes creencias eran explicables en una sociedad dominada por la religión, en la que la ciencia y la razón estaban subordinadas a ella. Por tanto, se podía acusar a judíos, extranjeros o leprosos de ser responsables de la propagación de la epidemia; y, al mismo tiempo, se podía atribuir sus causas a factores naturales, como los astros y los terremotos, o, en última instancia, a la intervención divina.
La aparición de señales dela enfermedad en el cuerpo era signo de una muerte inminente, pues, como señala el cronista Jean de Vedette, no estaban enfermos más de dos o tres días y morían rápidamente, con el cuerpo casi sano. Como sabemos en la actualidad, tales síntomas respondían a tres tipos de peste: bubónica, pulmonar y septicémica. La peste bubónica se manifestaba con la aparición de bultos en las articulaciones, manchas y úlceras negras, y se debía a la invasión del sistema linfático por el bacilo. La peste bubónica no se contagiaba entre seres humanos, a diferencia de la peste pulmonar, que podía transmitirse a través del aire. Pocos sobrevivían a estas variantes de la enfermedad, pero nadie se salvaba de la peste septicémica, pues significaba que el bacilo (que llevaban consigo las pulgas de la rata) se había propagado por todo el organismo dando lugar a la aparición de manchas negras por todo el cuerpo; de ahí que se conozca la enfermedad como peste negra. La respuesta de la Iglesia ante el miedo provocado por la epidemia fue reforzar las ideas de pecado y culpa.
Los predicadores se esforzaron en adoctrinar a los fieles a este propósito y en la obligatoriedad de vivir de acuerdo con los preceptos de la Iglesia. La necesidad de evadirse o de redimirse ante la muerte provocó sentimientos extremos como el ‘carpe diem’ («aprovecha el día»), es decir, vivir intensamente cada momento porque se sabía que la muerte acechaba, o purgar la culpa mediante la flagelación y la penitencia. Algunos se entregaron a gozar de los placeres de la vida, mientras que otros dedicaron sus últimos días a la expiación. Así nacieron los flagelantes, que se azotaban mientras pedían clemencia a Dios.
Fuente: historiang.com
Fecha: 17/05/2010
En 1348, una enfermedad desconocida segó cruelmente las vidas de millones de hombres, mujeres y niños; los médicos de la época intentaron combatirla, aunque no sabían nada de ella. En poco más de dos años, una enfermedad desconocida y letal se llevó a la tumba a casi un tercio de la población europea. Ciudades desiertas, campos desolados, cadáveres que se pudrían en las calles, mercados vacíos… El silencio reinaba donde antes había bullicio, el abandono había reemplazado a la compasión y la desconfianza se había instalado en el lugar del afecto porque todos -vecinos, amigos y hasta la propia familia- podían ser la fuente del veneno mortal. En una sociedad como la medieval, en la que la religión lo impregnaba todo, la mayoría de la población achacaba el mal al castigo divino. La relajación de las costumbres o la falta de ejemplaridad de los representantes de la Iglesia eran razones suficientes para haber despertado la ira de Dios; pero el azote divino también podía ser interpretado como una manifestación del anunciado fin del mundo.La creencia popular fue sancionada por el papa Clemente VI: en una bula de 1348, declaró que «Dios estaba castigando a sus gentes con una gran pestilencia».
Los científicos de la época no negaron la intervención divina en la aparición de la epidemia, pero también buscaron sus causas en factores naturales como la conjunción de los astros o los terremotos. Los tratadistas alemanes llegaron a acusar a los judíos de haber envenenado el agua y el aire. Murieron muchos de ellos, asesinados y quemados por cristianos. Semejantes creencias eran explicables en una sociedad dominada por la religión, en la que la ciencia y la razón estaban subordinadas a ella. Por tanto, se podía acusar a judíos, extranjeros o leprosos de ser responsables de la propagación de la epidemia; y, al mismo tiempo, se podía atribuir sus causas a factores naturales, como los astros y los terremotos, o, en última instancia, a la intervención divina.
La aparición de señales dela enfermedad en el cuerpo era signo de una muerte inminente, pues, como señala el cronista Jean de Vedette, no estaban enfermos más de dos o tres días y morían rápidamente, con el cuerpo casi sano. Como sabemos en la actualidad, tales síntomas respondían a tres tipos de peste: bubónica, pulmonar y septicémica. La peste bubónica se manifestaba con la aparición de bultos en las articulaciones, manchas y úlceras negras, y se debía a la invasión del sistema linfático por el bacilo. La peste bubónica no se contagiaba entre seres humanos, a diferencia de la peste pulmonar, que podía transmitirse a través del aire. Pocos sobrevivían a estas variantes de la enfermedad, pero nadie se salvaba de la peste septicémica, pues significaba que el bacilo (que llevaban consigo las pulgas de la rata) se había propagado por todo el organismo dando lugar a la aparición de manchas negras por todo el cuerpo; de ahí que se conozca la enfermedad como peste negra. La respuesta de la Iglesia ante el miedo provocado por la epidemia fue reforzar las ideas de pecado y culpa.
Los predicadores se esforzaron en adoctrinar a los fieles a este propósito y en la obligatoriedad de vivir de acuerdo con los preceptos de la Iglesia. La necesidad de evadirse o de redimirse ante la muerte provocó sentimientos extremos como el ‘carpe diem’ («aprovecha el día»), es decir, vivir intensamente cada momento porque se sabía que la muerte acechaba, o purgar la culpa mediante la flagelación y la penitencia. Algunos se entregaron a gozar de los placeres de la vida, mientras que otros dedicaron sus últimos días a la expiación. Así nacieron los flagelantes, que se azotaban mientras pedían clemencia a Dios.
Fuente: historiang.com
Fecha: 17/05/2010
2 comentarios:
hola creo que le entendi muy bien al texto pero creo que le hubiera quedado mejor hablar un poco sobre la peste negra en la actualida
bueno,de antemano gracias
adios
Me parece interesante rememorar tiempos idos de superstición, fanatismo e ignorancia,mezcla explosiva que ha destruido a millones de personas y retrasado el progreso de la humanidad.
La historia debe ayudarnos a no repetir los errores pasados.
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